jueves, 17 de junio de 2010

YLIA

 Paruro, pequeño pueblo de la sierra peruana que en esos tiempos no contaba con energía eléctrica y al que solo se podía llegar en camión por una polvorienta carretera, pero de clima templado, acogedor y bonito con su ancho río y sus verdes campos; era por entonces el hogar temporario de mis abuelos pues mi abuelo era fiscal de la provincia, y yo con mis felices nueve años estaba como siempre pasando las vacaciones escolares con ellos.
Ylia era una joven y bonita profesora amiga de la casa, si hasta a mi me parecía joven seguramente no tendría mas de veinte años, eternamente vestida de negro (de luto por no se quien) de modales suaves y callada, se había encariñado con mi abuela que la trataba como a una hija ¡pobre chica! decía, ¡tan jovencita y sola!.
Ylia vivía en la casa cural, allí le habían dado albergue a su llegada, por ser una de las casas mas presentables y respetables del pueblo y tenía por toda compañía a su sobrino Pablo de unos diez u once años, que jugaba conmigo cuando visitaban la casa. 
Una noche fuertes y desesperados golpes a la puerta de la casa nos despertaron sobresaltados, yo estaba muy asustada ¡algo terrible debía estar pasando! mi abuela me tranquilizó mientras se vestía apresuradamente
-¡ni se te ocurra salir! me dijo, ¡vuelve a dormir que yo regreso en seguida! por supuesto ni bien salió me vestí a las carreras y salí a ver que pasaba.
Desde el oscuro patio, por la puerta abierta del despacho (oficina) de mi abuelo y a la luz de las velas vi a Ylia en camisa de dormir y con los cabellos revueltos sollozando en brazos de mi abuela,
mi abuelo paseando furioso por la habitación y a Pablo parado al costado del escritorio llorando a gritos, esta inusual escena que la luz de las velas hacía aún mas tétrica agigantando las sombras fantasmagóricamente en las paredes, me impresionó tanto que estuve a punto de unirme al coro de llanto, pero felizmente llegaron a mi lado con su tranquilizadora presencia la cocinera y su hija y también Tomás el chico que ayudaba en los quehaceres de la casa y allí nos quedamos apiñados en la oscuridad tratando de entender, hasta que nos sobresaltó la voz de mi abuela llamando a la cocinera
- ¡doña Marcelina! ¡rápido!, una taza de té bien caliente con una copa de pisco para la señorita. Cumplida la orden le dijo
- Lleve al niño a la cocina y le da un taza leche caliente y lo que quiera. Y para allá fuimos todos.
La cocina era una cálida y oscura habitación que en sus buenos tiempos había tenido las paredes encaladas y blancas pero hacía mucho que el humo del horno de barro y el fogón en el que se cocinaba con leña las habían tornado negras, y allí a la luz del fuego que salía del fogón y de una solitaria vela Pablo nos contó todo.
Con voz temblorosa nos dijo que el cura se había metido al cuarto donde Ylia y el dormían, cómo ella se había defendido mordiendo, pateando y arañando. Las mujeres se persignaban espantadas y yo no entendía nada pero no me perdía palabra del relato, Pablo siguió contando, cada vez mas alterado, levantando la voz y moviendo mucho los brazos, como habían logrado escapar del cuarto en un descuido del cura pero solo para encontrar la puerta de calle cerrada, aterrados tuvieron que trepar el cerco de atrás desgarrándose la ropa y las manos con los espinos que crecían en el, la loca carrera en la oscuridad con el cura pisándoles los talones llamándoles ya pidiendo perdón ya amenazándoles con la excomunión y todos los demonios del infierno, descalzos con los pies heridos y sangrando, cayendo y levantándose, el viento, los ladridos de los perros, corriendo y corriendo a través del campo, a ciegas sin saber donde estaban, hasta que por fin, convencidos de que ya nadie los seguía lograron orientarse por el sonido del río y dando un rodeo pudieron llegar a la casa.
Esa noche los acomodaron en el despacho, en una cama improvisada, colocando un colchón en el piso y nos fuimos a dormir, pero yo no lo lograba pensando y pensando, tratando de entender; estudiaba en un colegio de monjas y mis abuelos eran católicos, para mi los curas eran personas santas, buenísimos y confiables, como decía la madre San José eran representantes de Dios en la tierra, entonces...¿por que era malo que el señor cura entrara en el cuarto de Ylia?¿por que le tenían miedo, hasta el punto de escapar de aquella terrible manera? ¿no era un terrible pecado que Ylia le hubiera pegado al señor cura?.
Al día siguiente pude ver a la pobre Ylia que aunque ya limpia peinada y con un vestido de mi abuela, tenía un lamentable aspecto con los ojos hinchados y rojos, los pies y las manos vendados, la cara y los brazos llenos de raspones y moretones y más triste que nunca, no pude aguantar mas y me puse a llorar a gritos.
Con el cura no se que pasaría, solo se que nunca había visto a mi abuelo tan indignado y furioso, salió con los dos únicos policías que había en el pueblo, a los que había hecho buscar temprano y cuando regresó muy tarde, se encerró en su despacho con mi abuela y con Ylia, pero nunca supe lo que hablaron.
En cuanto a Ylia ya recuperadas sus cosas, se quedó con nosotros hasta que salió su traslado a la ciudad.
Durante ese tiempo Pablo fue el héroe y se estuvo pavoneando contado su aventura cada vez más larga y cambiada, cada vez más terrible y peligrosa. Pero yo sabía que la que valía era la que nos contó aquella noche en la cocina, con la voz temblorosa y las lágrimas corriendo por sus mejillas.
Tessa Moscoso

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